Prosperidad Compartida: Un objetivo irrenunciable

El pasado 30 de julio, el INEGI dio a conocer los resultados de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) 2024. Entre las buenas noticias, destaca que los ingresos promedio de los hogares mexicanos han crecido un 15.7% en términos reales respecto a hace seis años. Además, la brecha entre los más ricos y los más pobres se ha reducido, pasó de 21 a 14 veces de diferencia entre 2016 y 2024.

En un país como México, donde la desigualdad es más que una estadística, los datos son alentadores. Sobre todo, cuando cuatro de cada diez mexicanas y mexicanos viven en pobreza y millones sobreviven con ingresos que apenas les alcanza para comer, mientras que el 10% más rico concentra gran parte de la riqueza nacional.

De allí que hablar de prosperidad compartida no sea una aspiración, sino objetivo nacional irrenunciable; porque no podemos seguir construyendo el progreso sobre una base de exclusión. La verdadera estabilidad, una democracia real y una paz duradera solo florecen cuando se extienden las oportunidades a toda la sociedad, porque cuando la riqueza se concentra, el tejido social se rompe, surgen resentimientos, se alimentan discursos de odio, crecen los índices de violencia y se debilita la confianza en las instituciones.

El economista Thomas Piketty lo dijo claramente: “Una sociedad más igualitaria no solo es más justa, también es más eficiente.” Sin embargo, a diario escuchamos que el éxito individual basta y que quien trabaja duro siempre podrá salir adelante. Pero esa es la trampa del mérito sin condiciones, una narrativa que ignora las barreras estructurales, pues no todos parten del mismo punto ni acceden a la misma calidad educativa, a un empleo formal o a una red de seguridad social y allí es donde las acciones gubernamentales importan.

No hay que perder de vista que organismos internacionales como la OCDE y otros centros de estudios nacionales, han evidenciado que en México si naces pobre, es muy probable que mueras pobre. Ese estancamiento en la movilidad social es el reflejo de un sistema que durante décadas reprodujo desigualdades, y que solo puede superarse con un compromiso real y con un proyecto de largo aliento más allá de los intereses personales e ideológicos.

Por eso, hablar de prosperidad compartida no es un discurso vacío, es hablar de justicia estructural, de corregir el rumbo y colocar en el centro la vida digna. Significa garantizar que cada mexicana y mexicano —sin importar su lugar de nacimiento, género, origen étnico o nivel educativo— tenga acceso real a oportunidades para desarrollarse, para aportar y para vivir con dignidad.

Debemos construir un sistema que, más allá de estadísticas macroeconómicas, garantice bienestar cotidiano: educación de calidad; acceso universal a servicios de salud y medicamentos; agua potable; transporte digno; empleo formal; reconocimiento del trabajo no remunerado; y una vejez con dignidad. No estamos hablando de caridad, sino de justicia. No de privilegios, sino de derechos. Y no de sueños, sino de políticas concretas que ya han demostrado su eficacia en distintas latitudes del mundo.

Este es el momento de elegir entre una economía para pocos o una sociedad para todas y todos. De eso se trata. Y ese es el futuro que debemos construir, juntos. Desde Michoacán, tierra de historia, migración y resistencia, hacemos un llamado a construir un modelo de desarrollo que ponga al centro la dignidad humana. Que reconozca el aporte de los pueblos indígenas, de las mujeres del campo, de los jóvenes sin empleo, de quienes migraron porque no encontraron oportunidades aquí.

La prosperidad compartida no es un lujo, es la condición mínima para una convivencia justa, para una democracia funcional y para una economía que no solo crezca, sino que reparta. La pobreza no es una falla individual, es un fallo del sistema, y corregirlo es una tarea colectiva impostergable. La política debe erradicar desigualdades, y ese debe ser uno de los objetivos centrales de la izquierda actual.


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